Salgo de La Pedrera de ver la exposición
retrospectiva de Colita, la reportera que puso en imágenes eso que se llamó en
los 60 la gauche divine, que por
cierto, era mucho más divine que gauche. Imprescindible la entrevista
filmada con la propia autora al final de la muestra, donde deja claro que,
lejos de lo que las izquierdas más militantes nos quisieron vender durante el
tardiofranquismo, aquel grupo de amiguetes, todos de buena familia (todos menos
Terenci y Maruja, que ejercían un poquito de bufones de la corte) tenían poco
de políticos y mucho de vividores. Y de moscas cojoneras para el régimen, que
no debía de ver con muy buenos ojos como aquellos cachorros de las mejores
familias de la burguesía barcelonesa, se comían la vida pasándose las buenas
costumbres por el forro a cara descubierta y no en el secreto de los palacetes,
como estaba mandado. Imágenes de Carles Barral, Teresa Guimpera y de Gil de
Biedma (¡que bueno estaba el cabrón, al menos, en esa foto!), pero también de
Carmen Amaya, de las barracas de gitanos del desaparecido Somorrostro, de la
putas de Raval, cuando era el Barrio Chino y de las primeras manifestaciones,
entre ellas, las del Orgullo Gay ¿En los 60 todos los maricones tenían más
pluma que un espectáculo de Celia Gamez? Posiblemente no, pero a ellos, a los
que se les notaba, era a quién más quemaba los bajos la situación y fueron los
primeros en dar la cara con valentía, maquillaje y mucho marabú. ¡Y suerte que
tuvimos el resto! Sensación de haberme perdido una época interesante, por anterior a mi. Y sensación de que me toma
el pelo la entidad bancaria que gestiona el edificio por cobrarme 3 euros por
la entrada. No discuto que los vale; eso y más,
pero no me creo la puedan financiar con fondos propios porque la banca,
al igual que la Iglesia, es pobre.
Recibo un wshas de Rita, mi mejor amiga.
Me espera cerca, en el Osbar, para tomar una copa. Pasan de las 7 de la tarde y
emular a Sue Ellen ya es social. Cuando llego, Rita ya lleva un gin tonic de
ventaja, pero es que Oscar, el dueño, prepara algunos de los mejores combinados
con ginebra de la ciudad. Seguro que la Reina Madre Windsor lo hubiese nombrado
caballero ¡Y no hablo de los mojitos!
En las paredes, una colorista exposición
de ilustraciones de un autor que conozco. Imponentes chulos sobre papel que
Rita y yo disfrutamos entre buena conversación y los efluvios de los
destilados.
Dos horas después vuelvo al redil. Rita
tiene que recoger de casa de unos amigos a su hijo, mi ahijado por añadidura y
la edad me ha hecho disfrutar más de las horas del crepúsculo que de las de la
noche profunda. Vuelvo en bicing y
escuchando en mi iPod temas de Glee ¿Se puede ser más marica? Es sábado noche y
parece
que las calles están sometidas a un constante casting. A veces, hasta me he
llegado a plantear si no existe una especie de policía secreta de la estética
que se encarga, por las noches y a escondidas, de hacer desaparecer a los feos.
Porque en Barcelona, hay que admitirlo, los hombres están tremendos. O tal vez
solo sea que ese histórico vivir y dejar vivir que siempre ha caracterizado a
la ciudad, ya desde que Jean Cocteau la visitara a principios del siglo pasado,
impregna de una relajada belleza a todo aquel que la habita, ya sea nativo o
simplemente, alguna de esas personas de cualquier lugar del mundo que ha
elegido fijar su residencia en Barcelona porque si, porque le ha dado la gana y
le apetecía. O aún más sencillo; los gintonics favorecen mi visión del entorno.
Sea como fuere y a ritmo del grupo de canto y baile de esos pretendidos chicos
de la América Profunda me empapo de la arquitectura, al clima benigno con que
la naturaleza nos a dotado y ese maravilloso Mediterráneo que nos trajo el
instinto comercial de los fenicios, la forma de relacionarse de los griegos, la
política de los romanos o la exquisita cultura de los árabes. A todo eso y a
esa legión de tíos que llenan las calles y me ponen cardíaco cada día, dedico
ese paseo.